VIENDO: Nada
ESCUCHANDO:
En efecto, una vez terminados sus estudios, Godfrey experimentaba como un hastío prematuro del Mundo y de la vida, toda hecha para él, en que nada le faltaría, en que no había lugar a formular un deseo, en que no tendría nada que hacer. El pensamiento de correr el Mundo le invadió entonces: se dio cuenta de que había aprendido todo, salvo a viajar. Del antiguo y el nuevo continente no conocía, a decir verdad, más que un solo punto: San Francisco, donde había nacido y al que jamás había abandonado salvo en sueños. Así pues, yo os pregunto: ¿qué es un joven que no ha hecho dos o tres veces la vuelta al Mundo, sobre todo si es americano? ¿Para qué puede servir, en consecuencia? ¿Sabe si podría salir de apuros en las diversas eventualidades en que podría ponerle un viaje de larga duración? Si no ha gustado un poco la vida de aventuras, ¿cómo va a atreverse a responder de sí mismo? En fin, algunos millares de millas recorridas por la superficie de la Tierra para ver, observar, e instruirse son el indispensable complemento de la buena educación de un joven.
A esto,
pues, se había llegado: a que desde hacía un año Godfrey se había interesado
con los libros de viajes que pululan en nuestra época y que esta lectura le había
apasionado. Había descubierto el Celeste Imperio con Marco Polo, América con
Colón, el Pacífico con Cook, el Polo Sur con Dumond-d'Urville. Se sentía dominado
por la idea de ir allí donde estos ilustres viajeros habían estado sin él. En verdad,
no hubiese encontrado demasiado caro pagar una expedición de algunos años,
aunque el precio hubiese sido cierto número de ataques de piratas malayos, de
colisiones marítimas, de naufragios en una costa desierta, aunque hubiese
tenido que llevar la vida de Selkirk o de un Robinson Crusoe. ¡Un Robinson!
¡Llegar a ser un Robinson! ¿Qué imaginación joven no ha soñado un poco en esto,
de la misma manera que Godfrey lo había hecho bien a menudo, leyendo las
aventuras de los héroes imaginarios de Daniel de Foe o de Wiss?
¡Sí! El
propio sobrino de William W. Kolderup se hallaba en este caso en el momento en
que su tío trataba de encadenarle, como suele decirse, con los lazos del matrimonio.
En cuanto a viajar con Phina convertida en Mrs. Godfrey Morgan, no, eso no era
posible. Precisaba hacerlo solo o no hacerlo.
Y, por otra
parte, satisfecho el capricho, ¿no estaría Godfrey en condiciones mejores para
firmar su contrato? ¿Se está capacitado para proporcionar la dicha a una mujer cuando
previamente no se ha ido siquiera al Japón, a China, ni tan sólo a Europa? ¡No!,
desde luego.
He aquí por
qué Godfrey estaba ahora distraído junto a miss Phina, indiferente
cuando ella
le hablaba, sordo cuando ella tocaba las piezas que anteriormente le
encantaban.
Phina, joven
seria y reflexiva, ya se había dado cuenta. Decir que no experimentaba cierto
despecho mezclado con un poco de pesar, sería calumniarla gratuitamente. Pero,
acostumbrada a considerar las cosas por su lado positivo, ya se había hecho este
razonamiento: “Si es preciso que parta, ¡más vale que sea antes del matrimonio que
después!”
–No... tú no
estás cerca de mí en este momento, sino lejos, más allá de los mares.
Godfrey se había levantado. Dio algunos pasos por el salón sin mirar a
Phina e, inconscientemente, su índice fue a apoyarse en una de las teclas del
piano.
Era un
grueso “re” bemol de la octava de debajo del pentagrama, nota bien
lamentable
que hablaba por él.
No hay comentarios:
Publicar un comentario