ESCUCHANDO:
Kim Carnes -
Nunca cogía el metro, aquel día lo hice, no sé por qué, y además me senté, cosa más que extraña en mí. Tampoco recuerdo el porqué me senté... En realidad no recuerdo nada de aquel día excepto... Nada. Sólo una mujer, sentada frente a mí.
Tenía trece o catorce años y recuerdo perfectamente a aquella mujer. Estaba sentada enfrente, perfectamente erguida, con las piernas un poco ladeadas y las manos cruzadas sobre el regazo, llevaba un traje pantalón a cuadros pequeños de color gris un bolso de mano y un pañuelo a tono con su pelo. A su lado el que parecía su marido, aunque en realidad no recuerdo nada de él, sólo un bulto.
Todo el vagón estaba lleno de bultos, pero yo sólo la veía a ella. Me había mirado nada más sentarme, y cuando yo la miré y vi aquellos ojos agaché la cabeza como el adolescente que es sonreído por la reina del baile. Me sentía indefenso ante aquella HERMOSA MUJER. Tenía el pelo rizado y muy largo que le caía hasta la cintura por encima del hombro, de color cobrizo y destellos rojo tierra. Sus hombros rectos, muy por debajo de su cuello, iniciaban unos largos brazos terminados en unas manos, también, largas y delgadas, finiquitadas en unas uñas exquisitamente cuidadas. Las piernas eternas. Se intuía alta, no llegué a verla de pie. Su piel morena hacía juego con su pelo e indicaba una edad aproximada de unos 40 ó 42 años.
Yo estaba abrumado por sus ojos negros, brillantes, grandes... Y su mirada, acompañada por el conjunto, es lo que se quedó grabado en mi mente para siempre. Hoy, más de 20 años después aún siento esa mirada en mi corazón, y no es un recurso poético, es la realidad. En aquel momento sentí como si alguna cosa me atravesara el pecho, no sé bien qué, ni cómo describirlo, pero sería: algo así como una haz de luz que pasa a través de ti dejando una sensación abstracta, pero física. Ella pareció darse cuenta e intensificó esa mirada, como si quisiera atravesarme realmente. Yo levantaba tímidamente, nunca fue más acertada esta palabra, la mirada para encontrame con la suya, como si fuese algo prohibido, era la mirada más profunda del mundo y para mí lo sigue siendo.
Con el paso del tiempo es lógico y fácil adivinar que aquella mujer se dio cuenta del impacto que había causado en mí, un adolescente tímido e inseguro, y estaba siendo traviesa, mirándome fijamente como si quisiera comerme. Ahora recuerdo que en sus ojos había una pequeña y pícara sonrisa que no se tradujo en ningún movimiento de sus labios. Esas sonrisas que sólo los adultos podemos captar a través de la experiencia.
Lo que ella no sabe es que me hizo percibir un sentimiento tremendamente fuerte y que hoy en día aún la recuerdo como si fuese ayer y lo seguiré haciendo hasta el día en que muera mi memoria.
2 comentarios:
¡Hermoso!... La de cosillas chiquitas que pasan bajo tierra ¿eh?... Hace años un escritor del sur llegó a buscarse la vida en Madrid. Y como casi todo el mundo que llega a Madrid comenzó moviéndose en metro... y alucinó por la cantidad de historias que, todos los días, pasan frente a los ojos de quien sabe mirar... Creo que escribió un libro...
En cuanto a ella... tú aún no conocías el poder de la mirada de una mujer y ella, pérfida maestra, te quiso enseñar... ;)
JAjajajajaja, qué razón tienes y lo consiguió, lo consiguió...
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